Una mirada crítica a la Ley de seguridad privada
Lo primero que cabe preguntarse ante una nueva ley es ¿Qué ganamos con
esto? La respuesta en el caso del proyecto de ley de seguridad privada
es bien sencilla: Reducir costes. España es de los países con mayor
número de policías en comparación con empleados de seguridad privada,
mientras que en países como el Reino Unido, Australia, Irlanda o Canadá
se cumple justo lo contrario. Y es que los policías son caros. De media
un policía gana casi el doble que un investigador privado y más del
doble que un guarda o vigilante de seguridad. Probablemente haya motivos
para que así sea.
La industria de la seguridad privada parece carecer de la necesidad de
reformarse para poder aspirar a ser una verdadera profesión o una
vocación con credenciales. De hecho, una de las principales dificultades
que afronta esta industria es su falta de legitimidad social. Lo que
con esta palabreja trato de exponer es que no es muy común entre los
españoles, el considerar a los vigilantes o guardias de seguridad
privada como un servicio profesional en el más estricto sentido de la
palabra. Al contrario, lo normal es pensar en el típico segurita
estático a las puertas del banco o del centro comercial, el portero de
discoteca o la patrulla móvil que vigila un complejo industrial a altas
horas de la noche. No es por ello de extrañar que cuando se nos propone
una ley que aumenta los poderes y funciones de estos trabajadores
privados, nos echemos las manos a la cabeza. Independientemente de que
nuestra percepción se ajuste o no a la realidad, lo cierto es que se
trata de personas que responden ante una entidad a la que sólo preocupa
su bienestar económico y que además, carecen de la misma preparación y
responsabilidad institucional que aquellos a los que sí hemos otorgado
legitimidad social para velar por nuestra seguridad: las fuerzas y
cuerpos de seguridad del estado.
Lejos de menoscabar este oficio, muy respetable al igual que cualquier
otro, mi intención es la de resaltar que la preparación, conocimientos y
habilidades requeridas por la industria de la seguridad privada no son
necesariamente transferibles al ámbito de la seguridad pública. Si vamos
a darles más poderes y funciones... ¿No deberíamos cuanto menos, exigir
una mayor preparación y un sistema regulador más eficiente? Si la
industria privada ha de suplir o complementar a la policía en algunas de
sus funciones más tradicionales, como mantener el orden en espacios
públicos... ¿No deberían nuestros legisladores demandar estándares de
cocimientos y competencias similares a aquellos exigidos a los
profesionales del orden público?
En mi opinión, todo depende de lo que estemos dispuestos a aceptar como
"seguridad pública". Es decir, a qué tipo de servicios aspiremos bajo
este concepto; a quién consideremos como válido a la hora de proveer
estos servicios; y al tipo de vigilancia social e institucional que
ejerzamos sobre estos vigilantes. Otra cuestión que también me inquieta
hace referencia a cómo vamos a medir si de verdad estamos más seguros
con esta delegación de poder y funciones a la industria privada. ¿Acaso
mediante informes oficiales; estadísticas sobre la criminalidad;
encuestas de percepción ciudadana? ¿Son estas medidas las apropiadas?
Como se indicaba en un artículo de El País: "La decisión [...] ha sido
adoptada con un debate demasiado escaso e impreciso para dar un paso de
tanto calado". Demasiadas preguntas quedan sin respuesta, mientras
nuestros políticos parecen haber dado con una nueva fórmula para
recortar servicios públicos y minimizar gastos sin dar demasiada
importancia al bienestar ciudadano.
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